También acuérdate María
de las cuatro de la tarde
en nuestro puerto calcinado.
Nuestro puerto
que era más bien una hoguera encallada
o un yermo
o un relámpago.
Acuérdate del suelo encendido,
de nosotros rascando el lomo de la tierra
como para desenterrar el verde prado.
El solar en donde repartían la merienda,
nuestro plato rebosante de cebollas
que para nosotros salaba mi madre,
que para nosotros pescaba mi padre.
Pero a pesar de todo,
tu lo sabes,
habríamos querido convidar a Dios
para que presidiera nuestra mesa,
a Dios pero sin verbo
sin prodigio
y sólo para que tú supieras,
María,
que Dios está en todas partes
y también en tu plato de cebollas,
aunque te haga llorar.
Pero sobre todo, María,
acuérdate de mí y de la herida,
de antes de que pastaran mis manos
en el trigal de las cebollas
para hacer de nuestro pan
el hambre de todos nuestros días
y para que ahora,
que tú ya no te acuerdas
y que la mala semilla alimenta el trigal de lo desaparecido
yo te descubra, María,
que no es tu culpa
ni es culpa de tu olvido,
que es este el tiempo
y este su quehacer.
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