Mi padre no sabía sangrar, pero aprendió a fumar como un jinete de la muerte. Encendía su cigarrillo y se sentaba en un rincón de la casa. Había humo en su mañana. La rabia y la ceguera le crecían por la siesta.
Cuando se fue, no pude llorar.
Todavía en medio de la noche veo la colilla encendida, una luz que no alcanza a iluminar nada, pero prende fuego a todos los rostros de mi mente.
Acerco mi frente y arde la proximidad de mi padre
El aprendió a justificar su ausencia con la muerte y yo aprendí a jugar que me desangro. Pero no es cierto. Lo único cierto es que fumo en la oMscuridad de aquel rincón. Llevo a mi padre al pulmón y me siento como él, en el borde de la rabia y la ceguera.
Soy una mujer distante. Soy la herida hermética que mi padre no aprendió a sangrar. Y él es también mi radical y más cerrada herida. Por eso cada noche nos sentamos en silencio, con más fuego que espanto, nos sentamos a extinguir lo que no pudo apagarse con la muerte. Me esfuerzo por sangrar pero sólo cae ceniza.